Sobre mí

Nací en Corrientes a fines de los ochenta, cuando la vida todavía transcurría sin pantallas. El teléfono fijo sonaba como un acontecimiento y la televisión organizaba las conversaciones de la tarde. Mis abuelos me criaban mientras mis padres trabajaban. Con mi abuela, maestra particular, aprendí a leer todo lo que caía en mis manos; con mi abuelo, relojero del barrio, descubrí que cada cosa —máquina, idea o persona— tiene un mecanismo que vale la pena entender. Ahí apareció una curiosidad que nunca más me dejó: la necesidad de abrir lo cotidiano y ver qué hay adentro.

Primeros desvíos

De adolescente pensé que el derecho podía darme una manera de entender el mundo. Duré dos años. Las normas hablaban del deber ser, y yo necesitaba entender lo que era. Cambié de rumbo y me metí en marketing cuando casi nadie sabía demasiado sobre el mundo digital. Hice de todo: escribí, diseñé, programé, fallé y volví a intentar. Armé un pequeño espacio de trabajo con amigos, improvisado pero intenso. Crecimos más rápido de lo esperable y un día recibí una oferta irrechazable. Lo que vino después fue una mezcla de alivio, pérdida y frustración que aprendí a procesar escribiendo. Fue mi primera lección importante: uno también se hace con lo que se rompe.

A los veintitantos me enamoré y terminé en Buenos Aires sin un plan demasiado claro. Ese salto, casi accidental, resultó ser un punto de quiebre. Un amigo me invitó a sumarme a una campaña política y acepté. Ahí conocí el país real: el que no aparece en los libros, el que se discute en las mesas chicas y se vive en los barrios. Descubrí que la política es una herramienta poderosa y, a la vez, una competencia feroz. Entendí que la estrategia no es un concepto abstracto, sino una forma de hacerse cargo de las consecuencias.

Creatividad y ruptura

Con el tiempo apareció la necesidad de crear algo propio. Primero fue un proyecto de innovación ciudadana —una empresa pequeña, idealista y acelerada— que no prosperó. Después, otra empresa para entender a las personas desde los datos y no desde los prejuicios. Empezó como una idea ambiciosa y terminó convertida en una de las compañías líderes de la región. Dirigí equipos, tomé decisiones difíciles, viví aciertos que nunca imaginé y errores que me obligaron a crecer. Fueron años intensos, de esos que uno agradece cuando pasan y extraña cuando ya no están.

En 2021 cerré ese ciclo. Vendí mi parte, me corrí y frené. Volví a una sensación que conocía de la infancia: el aburrimiento como espacio para pensar. Me di tiempo para volver a preguntarme qué quería hacer. Y en ese silencio encontré una respuesta simple: aprender. Encontré una licenciatura en Estrategia y entendí que era el modo de darle lenguaje a todo lo vivido, de unir teoría y práctica, de construir un marco propio para pensar.

Durante ese tiempo también volví a escribir. De ahí surgió Ingeniería Social, un libro sobre comportamiento, datos y las formas sutiles en que se modelan las decisiones humanas. Hoy trabajo en Estrategia Humana, un ensayo que intenta ordenar la complejidad de nuestro tiempo y recuperar cierta sensibilidad para actuar en medio del ruido.

Propósito

Pasó el tiempo y volvió el amor, pero en otra forma: una idea que terminó convirtiéndose en proyecto de vida y me llevó a mudarme a Pilar. Acá recuperé la inspiración y las ganas de involucrarme para transformar la realidad. Sigo trabajando en innovación y estrategia —con gobiernos, equipos e instituciones— pero también escribo, doy clases y sigo aprendiendo.

Hoy trabajo con más calma y más claridad. A veces me pregunto si sigo siendo aquel chico que desarmaba relojes en Corrientes o si me convertí en alguien distinto. Tal vez las dos cosas a la vez. Lo que sé es que esa curiosidad —la de entender cómo funciona lo que nos rodea— sigue siendo el motor de todo lo que hago.

Es el resultado de más de una década de investigación y trabajo aplicado, aprendiendo sobre los sesgos cognitivos y utilizando la potencia de la tecnología para aprovecharlos.