De la peste negra al coronavirus: la crisis como motor de cambio

De la peste negra al coronavirus
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A veces la historia no avanza paso a paso. A veces se rompe. Y cuando eso pasa, no hay manuales ni instituciones que puedan seguir como si nada. Las crisis no avisan: irrumpen, desordenan y desnudan lo más profundo de la vulnerabilidad social. Y recién después —si uno sabe mirar— revelan oportunidades que antes estaban ocultas.

En 1347, un barco genovés atracó en Sicilia con ratas infectadas por una bacteria que cambiaría el mundo. En apenas cinco años, la peste negra mató a más de un tercio de la población europea. Pero no fue solo una tragedia sanitaria: fue un punto de quiebre. La mano de obra escaseó, el feudalismo empezó a resquebrajarse, los gremios urbanos ganaron poder, y la relación entre tierra, trabajo y conocimiento cambió para siempre. Lo que vino después no fue un regreso al orden anterior, sino otra cosa: nuevas ideas, nuevos actores y nuevos sistemas.

Seis siglos más tarde, otro virus volvió a congelar el mundo. El COVID-19 no mató en la misma escala, pero produjo un efecto similar de dislocación. Cerró fronteras, detuvo economías, desbordó sistemas y vació de sentido cualquier certeza. Y como toda interrupción brusca, también funcionó como un espejo. Nos mostró qué estructuras estaban agotadas, qué soluciones eran viables y qué hábitos ya no tenían sentido.

Las crisis no son pausas

Lo que parecía imposible —teletrabajo, educación remota, renta básica, inteligencia artificial en decisiones públicas— de pronto fue inevitable. Las instituciones no se adaptaron porque quisieran, sino porque no tenían otra opción. Y cuando eso ocurre, el cambio deja de ser una idea para convertirse en realidad.

Las crisis no destruyen lo que funciona. Empujan lo que estaba por explotar. Aceleran lo que venía lento. Detienen lo que ya no tenía sentido. Son ese punto exacto donde las certezas se quiebran, pero también donde nacen nuevas reglas.

Quién gana cuando todo se mueve

Tras la peste, el poder se desplazó de los campos a las ciudades. Con el COVID, cambió de manos otra vez: del Estado a las plataformas. Cada crisis reorganiza el orden a su modo. Y en ese reordenamiento, algunos actores avanzan, mientras otros se aferran a lo que fue. No todos sobreviven. No todos entienden el juego.

Hay quienes leen el momento y actúan. Otros lo niegan hasta que es tarde. Y hay, incluso, quienes aprovechan la grieta del sistema para diseñar uno nuevo. No buscan volver al equilibrio perdido: buscan inventar el que sigue.

¿Quiénes son esas personas? ¿Qué forma de pensar permite moverse en lo incierto sin quedar atrapado entre el miedo y la nostalgia? ¿Qué decisiones marcan la diferencia cuando no hay un mapa claro? No tengo todas las respuestas, pero sí una certeza: el futuro no llega cuando la crisis termina. Llega mientras todo se desordena.

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